Publicado en La Nueva España, 30 de agosto de 2014
LOS CAMPESINOS NO TIENEN QUIEN LES ESCRIBA
Decía Álvaro Cunqueiro, “no hay oficio más intelectual que el de labrador”. Yo también lo creo. Los campesinos escribieron directamente sobre la piel de la tierra, la tatuaron, le dejaron su huella impresa, dibujando a escala 1:1 en sus geografías invernales, majadas, dehesas de castaño, prados aclarados entre bosques, caminos que cosen como un hilván las distintas partes de su mundo y aldeas de casas humeantes que olían a fuego de leña y donde sonaban los lloqueros.
Escribieron sobre la tierra, pero no han escrito nunca nada sobre el papel. Los libros y las leyes de papel nacieron en la ciudad, como las religiones imperiales, y por eso a los campesinos, vinculados a los ciclos de
la naturaleza, se les llamó en la Roma cristianizada paganos: los que viven en los pagos ajenos a las creencias de la ciudad, los pageses en Cataluña, los que hacen país o los paisanos.
Los que al escribir sobre la tierra hicieron los paisajes son, por deriva etimológica, los mayores intelectuales de la humanidad. Yo lo veo como Cunqueiro... “los desnudos surcos son como una señal de intelectual posesión que el hombre hizo de la tierra”.
La industrialización española, primero la de las fábricas y después la de la agricultura, se empeñó en tratar a los campesinos de ignorantes, de faltos de cultura, de analfabetos,…Si la urbana sociedad romana tan solo los calificó, nuestra sociedad industrial fue más allá: primero los descalifico y luego los condenó.
En la universidad española de los años setenta, nacida también del pensamiento industrial absoluto, nunca nos contaron que los campesinos fueran los intelectuales de la tierra. Y aun a pesar de que Ortega y Gasset lo había advertido: “yo, que soy profesor universitario, necesito de la colaboración de los pensamientos aldeanos mucho más que ellos de los míos”.
Tampoco nadie estimó que el contrastado empirismo acientífico de los campesinos fuese, por lo general, más certero en la gestión complejísima de sus pagos —que ahora llamamos “espacios naturales”— que las porciones de ciencia fragmentada, reduccionista, simple, especializada con las que hemos desarticulado el monte en nombre de la “protección de la naturaleza”. Una protección de papel.
En España, los campesinos no han tenido quien les escribiera. No incluyo a los grandes literatos, o a los naturalistas de campo, desde Miguel Delibes hasta Tono Valverde o Pedro Montserrat. Ni a historiadores, como Caro Baroja; a geógrafos, como Jesús García Fernández o a ecólogos como González Bernáldez. Me refiero a escritores vinculados a la sociología política, o al pensamiento complejo, inexistentes durante la dictadura y ausentes todavía tras casi cuarenta años de democracia.
No así en Francia, donde los campesinos sí tuvieron quién les escribieran, y quién les defendieran, para evitar que el pensamiento urbano central y único, las emergentes políticas de modernización industrial y las de intensificación conservacionista, arrasaran la memoria de su trabajo y ocultaran a la sociedad la decisiva influencia que tuvieron las comunidades campesinas en la conformación de las muy diversas culturas del país, la conservación local de las naturalezas, hibridadas entre lo doméstico y lo silvestre, y la conspicua organización del territorio.
Escritores comprometidos políticamente, y de la talla de Bordieu, Mendras, Duby, Levi-Strauus, etc., abrieron ya hace décadas un amplio debate social que tuvo decisiva influencia en el devenir de la política francesa, y en la legislación aplicable a los territorios marginados por el progreso intensivo, y que se puede resumir en la idea de: conservación, sí, pero no sin los paisanos; desarrollo rural, sí, pero basado en el “arte de la localidad”. Y gracias a ello hoy en Francia nadie, ni de derechas, ni de izquierdas, discute esa cuestión. Esa forma de ver el territorio y la naturaleza, con la mano del campesino por el medio, es asunto sobre el que nuestros vecinos no discuten.
Cualquiera que repase la historia de las políticas de ordenación del territorio rural francés, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, verá la influencia del pensamiento paysan y de la importancia del terroir —que acuñaron sus investigadores— en la política gala.
La industrialización española, primero la de las fábricas y después la de la agricultura, se empeñó en tratar a los campesinos de ignorantes, de faltos de cultura, de analfabetos,…Si la urbana sociedad romana tan solo los calificó, nuestra sociedad industrial fue más allá: primero los descalifico y luego los condenó.
En la universidad española de los años setenta, nacida también del pensamiento industrial absoluto, nunca nos contaron que los campesinos fueran los intelectuales de la tierra. Y aun a pesar de que Ortega y Gasset lo había advertido: “yo, que soy profesor universitario, necesito de la colaboración de los pensamientos aldeanos mucho más que ellos de los míos”.
Tampoco nadie estimó que el contrastado empirismo acientífico de los campesinos fuese, por lo general, más certero en la gestión complejísima de sus pagos —que ahora llamamos “espacios naturales”— que las porciones de ciencia fragmentada, reduccionista, simple, especializada con las que hemos desarticulado el monte en nombre de la “protección de la naturaleza”. Una protección de papel.
En España, los campesinos no han tenido quien les escribiera. No incluyo a los grandes literatos, o a los naturalistas de campo, desde Miguel Delibes hasta Tono Valverde o Pedro Montserrat. Ni a historiadores, como Caro Baroja; a geógrafos, como Jesús García Fernández o a ecólogos como González Bernáldez. Me refiero a escritores vinculados a la sociología política, o al pensamiento complejo, inexistentes durante la dictadura y ausentes todavía tras casi cuarenta años de democracia.
No así en Francia, donde los campesinos sí tuvieron quién les escribieran, y quién les defendieran, para evitar que el pensamiento urbano central y único, las emergentes políticas de modernización industrial y las de intensificación conservacionista, arrasaran la memoria de su trabajo y ocultaran a la sociedad la decisiva influencia que tuvieron las comunidades campesinas en la conformación de las muy diversas culturas del país, la conservación local de las naturalezas, hibridadas entre lo doméstico y lo silvestre, y la conspicua organización del territorio.
Escritores comprometidos políticamente, y de la talla de Bordieu, Mendras, Duby, Levi-Strauus, etc., abrieron ya hace décadas un amplio debate social que tuvo decisiva influencia en el devenir de la política francesa, y en la legislación aplicable a los territorios marginados por el progreso intensivo, y que se puede resumir en la idea de: conservación, sí, pero no sin los paisanos; desarrollo rural, sí, pero basado en el “arte de la localidad”. Y gracias a ello hoy en Francia nadie, ni de derechas, ni de izquierdas, discute esa cuestión. Esa forma de ver el territorio y la naturaleza, con la mano del campesino por el medio, es asunto sobre el que nuestros vecinos no discuten.
Cualquiera que repase la historia de las políticas de ordenación del territorio rural francés, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, verá la influencia del pensamiento paysan y de la importancia del terroir —que acuñaron sus investigadores— en la política gala.
Y gracias a ese trabajo, cualquiera que entre hoy en la página web de los parques nacionales franceses verá como la rehabilitación de los sistemas de pastoreo vernáculo se ha convertido en el primer objetivo de conservación en los más destacados espacios protegidos de montaña del país. Las autoridades francesas encargadas de la conservación han vuelto sus ojos a una idea enunciada por Aristóteles: “hay que encontrar el Principio, luego, todo se nos dará por añadidura”. Y esos Principios son, como en los Picos de Europa, inequívocamente campesinos, exactamente, pastores y por ello, cultos.
Y mientras tanto en España la política sigue a uvas. Y lo peor de todo es que no vienen buenos tiempos para intentar poner orden. Aunque tengamos identificado el momento de nuestra historia en el que renunciamos a considerar la memoria campesina como pieza esencial del patrimonio para construir el futuro, no parece que el pensamiento político, en ninguna de sus marcas partidarias, esté a la altura de las circunstancias para reconducir la situación.
El asunto es grave pues empezamos a ser conscientes de que el profuso y alambicado edificio administrativo de papel que hemos construido para “proteger” las tierras de los campesinos ausentes, aparte de endeble, está mal cimentado y tiene aluminosis. Se cae a pedazos.
Y mientras tanto en España la política sigue a uvas. Y lo peor de todo es que no vienen buenos tiempos para intentar poner orden. Aunque tengamos identificado el momento de nuestra historia en el que renunciamos a considerar la memoria campesina como pieza esencial del patrimonio para construir el futuro, no parece que el pensamiento político, en ninguna de sus marcas partidarias, esté a la altura de las circunstancias para reconducir la situación.
El asunto es grave pues empezamos a ser conscientes de que el profuso y alambicado edificio administrativo de papel que hemos construido para “proteger” las tierras de los campesinos ausentes, aparte de endeble, está mal cimentado y tiene aluminosis. Se cae a pedazos.
Y los pagos de los campesinos mientras tanto se han convertido, como cantan los aragoneses de la Ronda de Boltaña por letra de Severino Pallaruelo, en “un país de anochecida”. Un país de anochecida que necesita con urgencia que llegue el día y se haga la luz.
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